El frío entraba por la ventana y las ideas huían. Las gotas de agua caían como agujas en la ducha, haciéndola sangrar, recordar, débil. A flor de piel. Salía desnuda de la ducha y paseaba para dios sabe quién aquel maravilloso cuerpo destrozado por los años y los sueños que nunca cumplió. Aquellas curvas habían desembocado en acantilados que hacían caer a todo aquel que las recorriera. Pero ella solía dejarlos abandonados a la primera de cambio.
Hacía tiempo que había dejado de sonreír y eran pocos los afortunados que había visto un atisbo de felicidad en aquella comisura llena de heridas que te tentaba morder. El frío hacía de las suyas y ella no buscaba calor. La dulzura que una vez había asomado por ella se había transformado en pasión malgastada. En lujuria. En frustración. En amor a lo imposible.
Después de haberse paseado por cada rincón de aquella casa, se vestía, se sentaba en el sofá y veía pasar las horas muertas mientras el frío le calaba hasta las entrañas. Y es que ya la conocía mejor que ella misma y sabía que esperaba a alguien. Que sus ojos miraban a otro, que quería el calor de otro, que extrañaba los abrazos de otro. Que nunca sería suficiente.
Y es que ya no estaban los besos en la ducha, los abrazos mientras se secaba, las mirabas mientras paseaba, las ganas de poseer aquel cuerpo hasta que saliera el sol. Ya no estaba su silueta en el sofá, su cuerpo bajo la manta que compartía, el bulto al que se abrazaba al acostarse.
Solo estaba aquel frío, que trataba de reemplazarle.