La lluvia podía oírle mientras caía. Fue un sonido sordo, estrepitante, vacío. Sus dos rodillas cayeron a la par en el mojado suelo de mármol, sobre el que había llorado el cielo. Apretó las manos. Sus lágrimas no caían, era demasiado fuerte para eso, pese a estar más roto por fuera, que por dentro. No dejaba de mirar el suelo, incapaz de levantar la cabeza, permaneció inmóvil. No podía mirar arriba, donde alguien se compadecía de él, por tener entre sus manos los pedazos de un corazón, al que le habían borrado el remite.
Había aprendido una fórmula para evitar el dolor, pero esta vez, no había solución. Estaba perdido, y no se encontraba. Su cuerpo se había convertido en un laberinto sin sentido, sin salida, sin remedio. Las gotas seguían golpeándole la cabeza, dándole ánimos.
Y al final la encontró. Y bajito, le dejó a cada pedazo de corazón un recado para dar:
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