-Deja de llorar- me decía. Pero yo nunca le hacía caso. En lugar de eso, lloraba más alto. Y pataleaba más fuerte. Y él dejaba de prestarme atención cuando se cansaba de mi sinfonía de lágrimas y mocos. Quizás por eso, hoy lloro cuando nadie se fija en mí. Y en silencio. Y quietecita.
Ya no hay nadie que me diga –Deja de llorar- ni que me trate de consolar, aunque se acabara cansado de mi.
Ya no hay nadie.
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